Son las 12 de la noche y suena mi celular. Es Claudio, o como yo lo conozco, “Nook”. Me recuerda que en 30 minutos nos tenemos que encontrar en la esquina de Arica con Álvarez-Calderón.
Salgo de mi casa y comienzo a caminar. Los aerosoles en mi mochila hacen ruido como una campana de recepción de hotel; es por eso que debo ir despacio pero seguro. Sobre todo cuando veo que pasan cerca de mí estas luces enceguecedoras azules y rojas, buscando a quien robarle una limosna.
Voy vestido de negro; más negro que la propia noche para poder perderme en ella. Mis manos sudan como las de un niño nervioso pero finalmente llego a mi destino. Ahí está la anhelada casa abandonada.
Nook ya está afuera y me dirige hacia la secreta entrada de la casa. Ni bien entramos, todo son destrozos y la casa huele a ropero viejo y a cantidades industriales de polvo. Nos aguantamos el olor y subimos al segundo piso donde nos esperan cual lienzos para pintor, dos grandes paredes con vista a la calle (El mejor lugar para pintar para un grafitero).
Sacamos los aerosoles y que comience la función. Mis primeros trazos son un poco descuidados ya que mi muñeca tiembla como la de un paciente con Alzheimer, pero logro recuperarme. Era la primera vez que entraba a una casa abandonada a pintar y me sentía como un ninja en una misión ultra secreta. La mezcla de olores de productos químicos y pintura concentrada me hacen sentir a gusto. Juego con una gama de colores de verde que le dan vida al graffiti mientras que este le da vida a la casa.
Volteo a ver a Nook y él también ya terminó. Nos vamos silenciosamente de la casa y emprendemos rumbo. Las luces enceguecedoras nos pasan cerca de nuevo pero no saben que el crimen ya está hecho y que nuestras manos ya están manchadas.